martes, 29 de noviembre de 2022

Una aventura mundialista


por Marcelo Calvente

marcelocalvente@gmail.com

“Su atención por favor, Aerolíneas Argentinas informa que en minutos más iniciaremos el aterrizaje en el Aeropuerto Internacional de Barajas…”. Ni bien el Boeing de la línea aérea estatal tocó suelo español en la mañana  del 5 de junio de 1998, los cuatro amigos argentinos que contra reloj habíamos planificado asistir al Mundial de Francia nos dirigimos a retirar el Motor Home que habíamos rentado desde Buenos Aires. Una Caravana Fiat a estrenar, con comodidad para seis personas, nos esperaba para formar parte de nuestro plan de no asistir a ninguno de los tres partidos del Grupo H del Mundial de Francia 98 que la selección de Passarella debía disputar. Desprovistos de entradas debido a la tardía decisión de viajar, nuestra idea para las dos primeras semanas de competencia fue recorrer la costa Española y aprovechar las hermosas playas de la Costa del Sol. Argentina debutó ante Japón en Toulouse el 14 de junio y la victoria por 1 a 0 la vimos desde el parador de alguna de las playas cercanas al Peñón de Gibraltar; el siguiente se jugó en París el 21 de junio ante Jamaica, triunfo indiscutible por 5 a 0 de la albiceleste que celebramos en una cervecería de Ibiza, un infierno encantador donde nos quedamos más de lo pensado. El último partido fue el más difícil: el 26 del mismo mes Argentina venció al duro Croacia en Burdeos por la mínima, y no recuerdo que lo hayamos visto: habíamos dejado atrás a la ciudad de Roma, y ya estábamos en Florencia, frente a frente con el David que Miguel Ángel esculpió hace cinco siglos recreando el instante previo al enfrentamiento bíblico ante el gigante Goliat, al que según Vox Dei, el pequeño cuya famosa estatua mide más de cinco metros de alto derrotó con un certero hondazo.

Había terminado la fase de Grupos y todavía no habíamos realizado ninguna gestión en

 procura de entradas para el partido de octavos, ni de cuartos, ni ningún otro. Habíamos conocido Madrid y varios prodigios arquitectónicos de la cultura mora, como el Alcázar de Toledo; la Mezquita de Córdoba y la Alhambra de Granada, habíamos recorrido la bella Barcelona, atravesado los Pirineos, Niza, Saint Tropez, Mónaco,  habíamos apreciado la torre de Pisa, el Coliseo, el Foro Romano y nos habíamos revolcado con las olas de las más hermosas playas del Mediterráneo y el Adriático. Pero habíamos viajado a ver el Mundial 98 y estábamos ávidos de fútbol. Camino a Saint Etienne, donde Argentina concentraba y a la vez era sede del encuentro ante Inglaterra por octavos de final que se jugaría dos días después, empezamos a preocuparnos por las entradas. Hasta ahí, nunca había llovido y sólo parcialmente y por unas horas el sol del verano europeo no se había hecho presente.

Yo tenía la esperanza de tomar contacto con un ex dirigente de Lanús al que conocía poco y nada, que se encontraba junto a la delegación Argentina, confiado que la mutua condición de Granates bastaba para que contemos con las entradas que necesitáramos. Con ese candor me presenté en la guardia del predio de L’Etrat, donde Passarella había extendido las lonas para impedir la vista de lo que allí sucedía y pedí con mi conocido. Dos horas después, sin saber siquiera si mi recado había llegado a destino, ante la multitud de argentinos desesperados en busca de entradas para el histórico choque nos empezamos a preocupar.

“Yo tengo el teléfono de un turco amigo de un amigo que tiene algo que ver con la AFA. Hablé con él antes del viaje y me dijo que lo llame…” había dicho uno de los muchachos durante la travesía. Cuando ya casi no teníamos alternativas, le volví a preguntar y su respuesta fue “sí, acá tengo el número. Tiene un nombre raro, se llama Nora o algo así...” me dijo, y me dejó pensando. “¡¿No será Noray?!” le pregunté ilusionado. “A ver, esperá que acá lo tengo. Si, Noray Nakis, se llama…” fue su respuesta. El ex presidente de Deportivo Armenio, hombre conocido para cualquier hincha del fútbol argentino menos para mi amigo, por entonces era uno de los dirigentes más cercanos a Julio Grondona y respondió muy solícito al llamado: “Si, claro, lástima que no me llamaste antes. Para mañana tengo solamente dos entradas, son para el sector preferencial. Pero para los partidos que sigan no te hagas problemas, yo te consigo las cuatro”. Hasta ahí todo estaba más que bien. “Mañana, antes del partido, en cada esquina van a ver a un marroquí revendiendo entradas. Les van a salir algunos pesos más, pero no van a tener problemas…” nos decían todos los franceses que consultamos. Como venía la mano, esa noche brindamos largamente por Noray Nakis y nos fuimos a dormir tranquilos, ansiosos por nuestro inminente debut mundialista.

El día del partido me desperté a mediodía y me encontré con mis tres compañeros disfrazados de hinchas. Habían llevado banderas, vinchas y esas cremas especiales celestes y blancas para pintarse la cara. Yo me había criado siguiendo al Grana a las canchas más peligrosas del ascenso y  jamás se me hubiera ocurrido ir a ver un Argentina-Inglaterra así disfrazado, intenté persuadirlos pero fue en vano. Ellos muy confiados porque en la mañana habían departido con hinchas ingleses muy amistosos en un bar del centro, yo con algo de preocupación por la falta de certidumbre, con las entradas que nos había dado Noray -que previamente habíamos sorteado y yo tuve la suerte de salir favorecido con una de ellas- nos fuimos para la cancha seguros de poder conseguir las dos que nos faltaban.

Caminando por las calles aledañas nos encontramos con lo que yo tanto temía. Montañas de Hooligans caían como hordas sobre los marroquíes que se animaban a ofrecer entradas y quedaban tendidos en el piso, salvados providencialmente por los muchos policías que habían designado para un encuentro con demasiada historia. El último choque mundialista entre ambas selecciones, el recordado Argentina 2 Inglaterra 1 de México 86, con los dos históricos goles de Diego Maradona, había estado rodeado por graves incidentes entre ambas hinchadas. Las miradas amenazantes entre los hinchas ponían un clima muy poco propicio para tratar de conseguir entradas con la cara pintada con los colores de uno de los bandos. Los dos favorecidos con las plateas de Noray nos despedimos con infinita tristeza de los dos que ya sin esperanzas habían quedado afuera, dolidos todos porque el plan había fallado. Con esa pena íbamos desandando los cuatrocientos metros vallados hasta el estadio donde tantas veces se había lucido Osvaldo Piazza, ex jugador de Lanús vendido al equipo local en 1972.

De pronto, una escena me llamó la atención. Un pibe de unos 20 años, con gesto desesperado, hablaba con un señor mayor muy bien vestido, los dos en castellano, indudablemente ambos porteños. “Yo no soy revendedor, simplemente tengo cuatro entradas y quienes las iban a usar no vinieron. Las vendo por lo que las pagué” decía el distinguido caballero, e inmediatamente me acerqué a la charla. El pibe necesitaba dos, pero la plata la tenía su padre que, como mis dos compañeros, había quedado fuera del vallado. Como nosotros estábamos en motor-home teníamos sí o sí que andar con el dinero encima. La solución del problema estaba en mi bolsillo: pagué las cuatro entradas populares y me fui con el pibe al principio del vallado. El padre recibió sus dos entradas a precio oficial y me abrazó llorando: “Nunca me voy a olvidar de vos” me dijo. Mis dos amigos no podían creerlo. Todavía hoy me pregunto cómo pudo suceder, pero fue así. El recuerdo de la emotiva entonación de los himnos en medio de simpatizantes ingleses muy respetuosos, la presencia de Mick Jagger algunos escalones más arriba, el asombro de un francés y su hijo sentados a mi lado, cuando les dije que venía de la ciudad donde había nacido Maradona, y el penal que el ex arquero granate Lechuga Roa le atajó a David Batty para clasificar a Argentina, son recuerdos de aquella tarde que, sumados a las entradas milagrosas que el destino puso en mi mano, llevaré de por vida.

Noray Nakis volvió a cumplir, y los cuatro amigos estuvimos juntos en la tribuna sur del Stade Vélodrome de Marsella, increíblemente repleta de argentinos de clase media a los que, como a nosotros, el dólar barato de finales del menemismo les facilitó la asistencia. El resultado del partido es conocido. El Burrito Ortega se hizo expulsar por un cabezazo contra el arquero Van der Sar, Argentina fue derrotada 2 a 1 por Holanda y el Mundial terminó antes de lo imaginado para nosotros. En eso iba pensando luego del partido, caminando sólo por una calle céntrica de Marsella en busca de mis compañeros, cuando me encuentro con Noray, también sólo y triste como yo, vestido con la celeste y blanca. Charlábamos con pesar de la derrota sufrida mientras caía la tarde, hasta que una horda de hooligans holandeses embanderados y visiblemente borrachos aparece de pronto doblando la esquina, nos ven, nos señalan y se nos vienen al humo con los ojos desorbitados. Yo lo miro a Noray Nakis para tomar una decisión conjunta -mi opinión era salir corriendo- y el diminuto dirigente no me da alternativa: Con su poco más de 1,60 ms se paró sobre un macetero al grito de “¡I am very big, camón, chickens!” alzando los brazos como Martín Karadajian. Como una alegoría trágica de lo que estaba por suceder se me vino a la mente la imagen del David que había admirado pocos días antes. La inesperada y valiente reacción del ex presidente de Armenio, los pocos segundos que tardaron los cuarenta holandeses en tomar con simpatía el desafío y la ignorancia acerca de las varias bebidas blancas que me convidaron y tomé feliz, celebrando mi suerte de conservar la vida, también están entre los recuerdos inolvidables de aquella ya lejana aventura mundialista.

En la foto: Ariel Ortega en Francia 98 ante Holanda, agrede con un cabezazo a Van der Sar y se va expulsado.