por Miriam Fernandez
Cuarenta años pasaron, la edad de mi hijo exactamente, que creció en mí vientre con el despertador que arrancaba con la voz de Neustad contando las novedades de la guerra y con el rosario en mi mano, ese que le habían dado a mi hermanito cuando hizo la colimba. Tenía algo especial, era de plástico marrón pero era como que, el verdadero Dios estaba en esa cruz, un Dios que escuchaba mis plegarias y me daba fuerzas para no perder la fe de que volvería a salvo, un Dios que apretado en mi mano viajaba a La Plata varias veces a la semana, donde junto con mi marido íbamos a escuchar las novedades del Regimiento 7. Daban los nombres de las víctimas, no quería oir, pero escuchaba y apretaba más y más a ese Cristo que se incrustada en mi mano salvándole la vida con mis súplicas. Así lo sentía yo, y nos volvíamos a casa a contarle las buenas nuevas a mis padres que aguardaban casi con desesperación encontrarse con mis ojos que le dijeran que todo estaba bien. Y arrancaba la rutina nuevamente atentos a las noticias y enviando encomiendas con lo que creíamos que pudiera necesitar. Era tan poco lo que podíamos hacer por ese muchachito que nos arrebataron de nuestras vidas.
Fueron semanas interminables que parecían siglos. Hasta que un día, alguien, no recuerdo cómo, nos avisó que los chicos del 7 volvían a casa. Ya había terminado la guerra y
habíamos sufrido la desesperación de no saber o de saber poco de lo que allí pasaba, ahora nos tocaba la ansiedad desesperada de encontrarlo entre las tropas que iban apareciendo desde adentro del cuartel de Campo de Mayo. No sabíamos si estaba, o si alguien nos diría que ya no lo volveríamos a ver. Un oficial, recuerdo, que se apiadó de mi panza de ocho meses apretada contra las rejas y mis gritos diciendo su nombre, me dijo: “Voy a ver si está”.No pasó mucho tiempo, o tal vez un siglo, cuando volvió a decirnos que ya venía. ¿Estaba vivo! En este momento me quedo sin palabras como aquel día.
Es todo emoción, lágrimas de felicidad nos opacan la visión, esta ahí, delgado, muy desmejorado, con principio de congelamiento en sus pies , pero vivo y en casa.
Toda la familia esperando abrazarlo, Silvita, esa pequeña gigante que acompañó cada instante de este proceso y lo esperó con la seguridad de ser su compañera por siempre, los amigos, todos nos enorgullecimos de recibir a ese héroe tan jovencito y tan gigante. Silencio, abrazos, festejo, ya llegaría el momento de contar lo que vivió...
Pasaron muchos años, se dijeron muchas cosas de esa guerra absurda y a medida que pasa el tiempo tomamos más conciencia de lo vivido por estos chicos, casi niños, que fueron a pelear por su patria, tantos dejando sus vidas, tantos dejando su alma y tantos otros caminando entre nosotros, casi invisibles, con su triste historia a cuestas, con un dolor incontable pero también con el orgullo de haber sido nuestros héroes que lo dejaron todo en el campo de batalla, a pesar del frío, del hambre y del miedo.
Nadie podrá negar que ese pedacito de Argentina es solo nuestro, habite quien lo habite o lo gobierne quien sea.
Allí quedó sangre nuestra y muchos sueños congelados en las casamatas, que ya nunca se cumplirán.
¡Las Malvinas son muy nuestras!
Creo que así lo sentimos quienes como en esta historia, que es la mía, les ha tocado sufrir esa guerra en carne propia, con sus hijos en el frente de batalla.
¡Viva nuestra Patria y nuestros héroes que lo dieron todo para defenderla!
Viva mí héroe, mí hermano, que supo seguir peleándole a la vida y a la ingratitud que sobrevino a esos días negros de nuestra historia, haciendo una carrera profesional y fundamentalmente formando una familia que lo llena de orgullo y felicidad.
Te amo hermano y se me hincha el pecho cuando digo tu nombre: Daniel Luis Fernández.
Yo, sólo una hermana.