por Marcelo Calvente
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Durante los últimos cuarenta días de aquel insólito torneo de Primera B de 1976, el plantel Granate se mantuvo concentrado en Estancia Chica. En todo ese tiempo ninguno de los jugadores salió a la calle y apenas podían recibir cada domingo -y sólo por un par de horas- la visita de sus familiares. Se trató de una verdadera cuarentena en la que pese al largo encierro, o tal vez gracias a él, los integrantes del plantel consolidaron su amistad buscando distracción en los juegos de cartas y otros entretenimientos compartidos. Noche por medio se preparaba un
cuadrilátero delimitado por sogas y rodeado por las sillas que ocupaban los privilegiados espectadores -varios allegados y los propios jugadores- algunos de los cuales tenían la misión de fallar en la pelea estelar de cada jornada entre el masajista Pocho Iturria y su ayudante Pascualito, ambos con pasado de boxeador. Pocho había combatido en el campo rentado, e incluso dos veces había enfrentado al gran Horacio Accavallo, aunque en ambas había perdido por knock out. La carrera de Pascualito había sido más modesta aún: no había podido superar la categoría de boxeador amateur. La cuestión es que los futbolistas, entusiasmados con el nuevo entretenimiento, se habían hecho traer un par de guantes de box y tanto aquel que le tocaba actuar de árbitro como los otros tres que tenían que fallar como jueces, se confabularon cada noche para que Pascualito se quede invariablemente con la victoria, cosa que sucedió en cada enfrentamiento más allá de toda justicia y merecimientos. Al histriónico masajista lo volvían loco. Cuando advertían que estaba en condiciones propicias para golpear a su rival, independientemente del tiempo transcurrido, hacían sonar la improvisada campana. Y cuando la pelea al cabo de tres rounds llegaba a las tarjetas, las mismas reflejaban una abrumadora ventaja para el ayudante, ante la desesperación del verdadero vencedor. Esa era la principal distracción del plantel que estaba a punto de obtener el tan ansiado ascenso. Todo transcurrió de la mejor manera hasta que llegó el último partido del hexagonal final. Hasta ahí, Lanús había derrotado sucesivamente a Villa Dálmine (3-0), Tigre (2-1), Central Córdoba (5-1) y Los Andes (3-2) todos en campo neutral. En la última fecha debía enfrentar a su principal adversario: el duro Almirante Brown, en cancha de San Lorenzo y a todo o nada: el ganador subía a la A, aunque con el empate a Lanús le alcanzaba. Fue la tarde del 18 de diciembre de 1976, y por circunstancias tan inexplicables como desconocidas, Horacio Crosta y Pedro San Miguel, los dos arqueros del plantel, no subieron al micro que partió rumbo al estadio con sus compañeros. Los dirigentes de Lanús y el cuerpo técnico, tanto como el resto de los futbolistas, advirtieron la situación al llegar al viejo Gasómetro luego de un viaje con clima de fiesta, con cánticos y expectativas ante la gran definición que Lanús no podía perder, ya que era la cuarta chance consecutiva luego de tres duras derrotas, ante Estudiantes de Caseros en Atlanta, San Telmo en Huracán y Almagro en San Lorenzo, tres finales que en el transcurso de 18 meses le negaron la posibilidad de regresar a la divisional mayor. El caos y el desmanejo de la conducción del club empezaban a pasar la cuenta. Mientras en avenida La Plata reinaba el nerviosismo y se evaluaba qué hacer ante semejante imponderable, el encargado del buffet de Estancia Chica se ofrecía a llevar a los futbolistas olvidados desde Abasto, donde tiene el predio de Gimnasia y Esgrima La Plata, hasta el cruce Varela, disculpándose por no alcanzarlos hasta la cancha por lo largo del viaje, ya que no tenía a quién dejar en su negocio.
“¡Atención, atención: se requiere la presencia de Hugo Molteni en la zona de vestuarios. Reiteramos, al futbolista Hugo Molteni, presentarse de manera inmediata en el acceso a los vestuarios…!” El desesperado pedido de los altavoces pasó desapercibido para los casi 50.000 espectadores que ya poblaban las tribunas del Gasómetro pero no para él. Hugo Alberto Molteni tenía apenas 16 años y era el tercer arquero del equipo Granate que estaba a punto de jugar un partido crucial. Desde la repleta popular de Lanús, Huguito se encaminó como pudo, esquivando controles y aterrorizado por el extraño llamado. Mientras Molteni avanzaba, en los vestuarios de la cancha de San Lorenzo y en medio de una enorme confusión, se tomó una drástica decisión: Carlos Lodico, el hermano del capitán, que estaba fuera de competencia por una rebelde lesión en un tobillo, se vistió con la ropa de arquero y se calzó los guantes dispuesto a atajar, dado que de los jugadores de campo de Lanús era el que mejor se las rebuscaba bajo los tres palos. Imaginemos la inusual situación: Mientras el Gasómetro se iba llenando de espectadores para la gran final ante Almirante Brown por un lugar en primera, en las entrañas del estadio se desarrollaba un absurdo drama que iba a poner al club en situación de explicar lo inexplicable y afrontar un partido de tal relevancia con un marcador de punta de apenas 1,74 de altura, para colmo lesionado, teniendo que defender el arco granate en una final a todo o nada.
En Florencio Varela, a menos de una hora del pitazo inicial, los arqueros Crosta y San Miguel, al borde de la desesperación, intentan parar a cada auto que pasa para rogarles a los conductores que los lleven al estadio, con resultado nulo. Corría diciembre del 76 y no era un buen momento para pedir auxilio en las calles. Hasta que la fortuna, como pocas veces en la vida, esta vez jugó para Lanús: uno de los automovilistas que interceptaron era el cuñado del consagrado Ángel Clemente Rojas, integrante del banco de suplentes Granate en aquel histórico cotejo. El hombre, que justamente se dirigía al estadio a ver jugar a su pariente, los levantó sin poder creer lo que estaba sucediendo, y pisando el acelerador y pasando semáforos en rojo llegó al Gasómetro. Los dos futbolistas ingresaron corriendo a los camarines cuando faltaban ocho minutos para el inicio del partido, alcanzaron a firmar la planilla y fueron parte del cotejo –que comenzó 15 minutos después de lo establecido- con el resultado conocido: victoria de Lanús por 2 a 0, vuelta olímpica, y ascenso a primera. Insólita, inexplicable y casi desconocida situación. Cuesta imaginar las repercusiones que, con cualquier marcador final, hubiera tenido la noticia, que deliberadamente se ocultó, de dos ausencias de semejante relevancia.
En la foto: Con sus dos arqueros llegados contra reloj, Lanús posa en el Gasómetro en la tarde del 18 de diciembre de 1976, a minutos de iniciarse el cotejo ante Almirante Brown en el que logrará el tan ansiado ascenso a Primera. A la izquierda, antes del arquero suplente Pedro Omar San Miguel, el ayudante Pascualito. En el medio, entre Zárate y Canio, el arquero titular Horacio Crosta. A la derecha, después de Lorenzo Ojeda, el famoso masajista de Lanús, el Pocho Iturria.