por Omar Dalponte
omardalponte@gmail.comConservar viva la memoria exige, entre otras cosas, rendir permanente homenaje a las grandes figuras de la Patria. Eva Perón es una de esas grandes figuras.
Su llama revolucionaria se apagó hace 68 años, el 26 de julio de 1952, en un invierno cruel, lluvioso, tristísimo. Su enfermedad, su imagen, su voz apenas audible anticipaban lo peor. Ella, que a nuestra vista y a nuestros oídos era la encarnación de la belleza, de la pasión, del vigor y el grito emancipador de los oprimidos, fue muriendo lentamente. Los postergados, los trabajadores, y todos quienes gracias a ella ya no sufrían el martirio de estar sin abrigo y sin techo, acompañaron su largo padecimiento. Aquel fue un tiempo de sufrimiento de todo un pueblo. Tiempo de tristeza infinita, de impotencia frente a la muerte que, implacable, se acercaba a la más amada por los desposeídos. Nuestro Lanús estuvo cubierto con un manto de amargura. Muchas de sus esquinas se convirtieron en lugares de oración. En cada casa peronista hubo velas encendidas y ramilletes de flores con la intención de arrimar luz y color a su querida enferma, a la madrecita de todos. Hubo retratos de Evita que en ceremonia íntima se colocaban en el centro de la mesa, por las noches después de la cena, "para rezar por la salud de la señora”. Retratos que antes de dormir besaban las familias que la veneraban como los pueblos veneran a los que sienten suyos de verdad. En miles y miles de mesitas de luz las “velitas de noche” iluminaban ese rostro querido, magnífico, bellísimo, inigualable. Muchos, o no tantos porque han transcurrido demasiados años, tal vez recuerden como yo recuerdo, el dolor de nuestros padres, y
hermanos mayores, que habían vivido tiempos de necesidades severas, de injusticias odiosas en que los humildes estaban condenados para siempre a una vida de privaciones. Tiempos anteriores a la llegada del Peronismo. Tiempos en que ni en los pensamientos más optimistas ni en los sueños más audaces era posible imaginar que aquella muchacha que aparecía en las revistas “Radiolandia” “ Damas y Damitas”, “P.B.T.” o en algunos afiches de los cines de barrio junto a estrellas consagradas como Hugo del Carril o Libertad Lamarque, sería la figura femenina más importante del siglo, reconocida internacionalmente, capaz de enfrentar - en forma real y efectiva como ninguna mujer lo había hecho hasta entonces - a los intereses monopólicos, oligárquicos explotadores de nuestro país y a las fuerzas imperiales que avanzaban ferozmente con intenciones de someter a todo el mundo . Día trágico aquel 26 de julio en que las almas fueron atravesadas por el inmenso dolor que provoca la muerte de un ser amado. Día terrible, a partir del cual sería definitiva la ausencia física de Eva. La congoja invadió los corazones de los de abajo. Las multitudes lloraron. Se llenaron de lágrimas los ojos de las masas obreras. El cielo, durante días, no pudo contener las suyas. Algunos rieron. Rieron los que siempre ríen cuando algo le sale mal “a la negrada”
Gozaron -como diría el poeta- los “inmundos renacuajos que ríen en los charcos cuando rozan el plumaje de algún cóndor que cayó”. Pero la alegría y el odio de la oligarquía y sus sirvientes, frente al enorme amor popular, fueron nada más que una gota de vinagre en medio de ese gran océano en cuyas aguas puras y cristalinas navegan los sentimientos genuinos del pueblo. Aquella noche en que la Eva de carne y sangre, a las 20y 25 hs. partió hacia la eternidad, con una de mis queridas hermanas habíamos concurrido al cine Gran Lanús que, por entonces, funcionaba en la calle Sarmiento entre Pringles y Juncal, de Lanús Este. Proyectaban “Dios se lo pague”, magnífica película interpretada por Arturo de Córdoba y la gran Zully Moreno. Vecinas del barrio irrumpieron en la sala anunciando el fallecimiento de Evita. Se encendieron las luces. La escena que presencié en aquel momento quedó en mis retinas y en mis oídos, hasta el día de hoy, registrada como una de las más desgarradoras que pude haber visto y oído en toda mi larga vida. Nunca pude hallar las palabras justas para describir tanto dolor, tanto desconsuelo salido de las entrañas de la gente. En la Argentina concluía dramáticamente una etapa. María Eva Duarte de Perón pasó a ser la estrella luminosa que en las oscuras noches de nuestro país orientó y orientará las luchas populares por la liberación nacional y social definitiva de la Patria.
Fin de una etapa. Principio de otra historia en la cual aquel hijo de la calle, el peronismo, sin madre, asumió definitivamente ser artífice de su propio destino. Destino aún no alcanzado, pero al que sin dudas arribaremos algún día.
Así como quita cosas la vida también las da. En el febrero siguiente a la partida de Eva, en 1953, un colectivero platense de manos callosas levantó de la cuna a su hija recién nacida. Pocos meses habían pasado entre la muerte de Eva y la llegada a la vida de Cristina. Con ese nacimiento el hijo de la calle agrandó sus arterias… recibió savia renovadora…y produjo nuevas auroras. Sabemos hasta donde llegó y que fue capaz de realizar esa niña platense 54 años después de haber llegado a la vida. La historia continúa. Los pueblos no mueren.