lunes, 22 de junio de 2020

Las cuatro estaciones

por Marcelo Calvente

marcelocalvente@gmail.com

  Lorenzo D’Angelo era un personaje fuera de lo común: dirigente sindical reconocido por su honestidad, hombre de gran corazón aunque de revólver a la cintura, lo suyo fue pasional y bienintencionado aunque coincidió con un tiempo de violencia y utopía que, se veía venir, no podía terminar bien. Su objetivo principal, además de la obtención de los terrenos aledaños al estadio, era que Lanús retorne a la máxima categoría. En la definición del extraño torneo del año 1974, en el que Lanús debió jugar un Cuadrangular Final por dos ascensos junto a Temperley, Estudiantes de Buenos Aires y Unión de Santa Fe, estaba el posible y ansiado retorno. Hasta ahí, Lanús esas finales las ganaba. D’Angelo era una locomotora que se llevaba todo por delante. Dirigido en el tramo final por Jorge Campos, el Grana debutó empatando en cancha de Racing ante Temperley (1- 1), y luego debió viajar a Junín para enfrentar a Unión. Ese choque despertó una enorme expectativa en la ciudad. Lanús nunca había tenido que jugar algo tan importante tan lejos de casa. Todos querían viajar a Junín. Ganando, el Grana ponía un pie en Primera.
   Basado en el recuerdo nebuloso de un convoy repleto de hinchas granates que en la madrugada del 1º de noviembre de 1956 había partido de Retiro con rumbo a Rosario, a donde Los Globetrotters fueron a buscar una victoria fundamental para seguir en carrera después de la dura caída de local ante River, al flamante presidente no le resultó difícil lograr que Ferrocarriles Argentinos ponga a su disposición un tren chárter para trasladar de manera gratuita a los simpatizantes de Lanús hasta la ciudad donde había crecido Eva Perón, que tenía un intendente peronista, quien lo recibió con enorme hospitalidad y
respeto, a punto tal que organizó un breve acto a las puertas del Palacio Municipal para otorgarle las Llaves de la Ciudad, en aquellos tiempos un habitual homenaje protocolar para honrar a los visitantes ilustres. Un alocado tren de la ilusión Granate, con un recorrido exclusivo y directo, arribó antes del mediodía a la ciudad de Junín, que como era usual por entonces, los esperó con cientos de bicicletas sin atar en portales y plazas, bien a la mano. Era un día Peronista. Los muchachos de la hinchada, agradecidos, decidieron tomar prestadas cientos de ellas para llegar hasta la cancha de Sarmiento, donde  Lanús y Unión iban a empatar 0 a 0 por el cuadrangular final por el segundo ascenso de 1974.
    Por entonces, tras 18 años de dictadura y proscripción, la visita de un Diputado Nacional peronista a un distrito de igual signo político era todo un acontecimiento de la democracia recientemente recuperada, y como tal fue saludado por la Banda Municipal y su interpretación del Himno Nacional Argentino. La magia fue interrumpida por una escena de comedia italiana: la llegada en bandada de vecinos indignados que rodean el escenario reclamando la devolución de sus respectivos rodados. La gravedad del asunto obligó a un cuarto intermedio. D’Angelo convocó a los viajeros del tren a juntarse en un sector del paseo público distante unos treinta metros del escenario. Parado sobre uno de los bancos de la plaza, el Tano habló bastante ofuscado: “Muchachos, por favor, ¡No roben más! Sean agradecidos por la hospitalidad de los vecinos de Junín. No me hagan quedar mal ¡El intendente acaba de darme las llaves de la ciudad, mientras los vecinos me piden que le devuelva todo lo que ustedes les robaron...!” rogó el presidente Granate. El peronismo era un Carnaval pero olía demasiado a pólvora. Los muchachos de la barra vieja supervisaron la devolución de las bicicletas a sus respectivos dueños.
   Después del partido, con la gente en el tren y dispuestos a emprender la vuelta, la falta de una cadena de oro reclamada con desesperación por un matrimonio -que pronto recibió el apoyo de varios vecinos- detuvo la partida por más de una hora, el presidente en persona pasó vagón por vagón reclamando la devolución, hasta que la joya apareció. El viaje de vuelta no fue precisamente grato, ya que al llegar a Temperley el convoy Granate fue apedreado por la barra del club Celeste, que esa misma tarde había jugado en cancha de Huracán venciendo al Pincha de Caseros por 3 a 1 y quedando a un paso del ascenso que lograría siete días después. Los de la barra Granate hicieron parar al tren de D’Angelo para responder a la agresión y las hinchadas se trenzaron en una brutal batalla campal a la vera de las vías. El tren a Junín forma parte de la mitología Granate, y como siempre ocurre, en la memoria colectiva se mezclan la realidad y la fantasía. Muchos simpatizantes fueron consultados, entre ellos padres e hijos que fueron y vinieron sin ningún problema, socios caracterizados, dirigentes e hinchas, quienes recuerdan muchos más detalles risueños que violentos o delictivos.
  Hay amigos que aseguran que nada ocurrió, y otros que están absolutamente convencidos de que la ciudad de Junín fue virtualmente saqueada, lo mismo que las estaciones intermedias del trayecto. Incluso no faltó quien afirmó que en el tren de vuelta viajaban algunos pequeños cerdos y corderos vivos que habían sido sustraídos de sus corrales. Los mitos se filtran en las vivencias. Cómo había sucedido en el 56, cuando Lanús empató 1 a 1 ante Newell’s, el empate en cero contra Unión no fue un mal resultado, pero tampoco alcanzó: en la última fecha del reducido Estudiantes de Caseros venció al Grana en Atlanta por 2 a 1 y lo dejó fuera de carrera. Temperley fue el campeón, Unión le ganó el desempate a Estudiantes y logró el segundo ascenso, y Lanús quedó último y con las manos vacías. A pesar de todos los contratiempos sufridos con el tren a Junín, un año después, el 21 de noviembre de 1975, D’Angelo volvería a fletar otro convoy rumbo a la ciudad de Olavarría, para el que se trató de evitar que se repitan incidentes no deseados. Esa tarde empataría con Central Córdoba de Rosario (1-1) por la primera fecha del Reducido Final por el segundo ascenso, que finalmente sería ganado por San Telmo.
   El 4 de abril de 1984, un cuarto tren que salió de Constitución rumbo a La Plata repleto de hinchas de Lanús, debió quedar en la vía a poco de arrancar por el accidente de un joven que viajaba en el techo y tras perder la vertical, fue arrollado por el convoy. Mientras eso ocurría, ante la ausencia de una hinchada con la que tenían muchas cuentas pendientes, en el estadio de Gimnasia alguien abrió la puerta que separaba a las tribunas y un grupo demasiado confiado de barras del Lobo intentó atacar a los pocos hinchas Granates que ocupaban su tribuna. Familias, padres con hijos, amigos pacíficos que habían llegado temprano y por sus propios medios, todos bajaron para hacerle frente a los agresores, que recibieron una flor de paliza. Durante toda la tarde la barra local prometió venganza. A cinco minutos del final llegaron los ocupantes del tren, llenos de odio por la actitud sin códigos de la barra local. Entraron como una horda, colgándose de los alambrados, blandiendo cadenas y objetos contundentes. Los pocos hinchas visitantes que estaban desde temprano pensando en cómo salir de ese infierno donde la Policía siempre juega para los locales, aquellos inexpertos que ante lo irremediable habían plantado batalla, al ver llegar a la hinchada recuperaron la esperanza. Luego del pitazo final, el bosque platense fue Waterloo, proyectiles caían desde todos lados, los palos policiales castigaban sin piedad, todos los hinchas visitantes salieron juntos, con los más pesados adelante, dando y recibiendo. No hubo algún muerto de milagro, aunque sí varios heridos y contusos.
   El 2 de septiembre de ese año se jugó la revancha en cancha de Lanús. La planificación de las represalias fue singular. La hinchada diseñó una red de contención en los diferentes puntos de acceso a las cercanías de La Fortaleza, con una consigna básica: Impedir que la barra del Lobo logre ingresar al estadio. Y aunque parezca mentira, cuando el equipo platense saltó al terreno de juego y alzó los brazos, sólo se escuchó el croar de los sapos; en la popular visitante, la multitud que solía acompañar a Gimnasia a todos lados brillaba por su ausencia. Algunos sostienen que en la soledad de la tribuna de madera que daba a Fray Mamerto Esquiú estaba el Loco Fierro, mítico jefe de la barra Tripera de entonces, quien habría ingresado en el micro del plantel de Gimnasia, logrando luego acceder a la tribuna desierta desde donde graciosamente invitaba a pelear al resto del estadio. Otros afirman que eso es falso. “Si esa tarde venía el doctor Favaloro, no entraba…”, me dijo no hace mucho un amigo, integrante de la Barra Vieja, que ya no está entre nosotros.