por Marcelo Calvente
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Uruguayo, hombre honesto y de pocas palabras, bajo sus órdenes se consolidarían varias generaciones de grandes futbolistas de la entidad, como el mencionado Lodico, los hermanos Enrique, Leo Rodríguez y Ariel Ibagaza, por citar a los de mayor renombre.
Néstor no lo dudó. Se armó un bolsito y de inmediato salió rumbo a la ciudad cordobesa ubicada a la vera de la ruta 9, camino a Rosario, donde Cacho Basualdo lo esperaba ansioso en la terminal. Esa misma noche su anfitrión lo llevó al potrero donde el pibe solía jugar por plata. Díaz Pérez, que tenía buen ojo para las promesas, quedó muy impresionado por sus condiciones físicas y técnicas. Tanto, que Cacho lo invitó a quedarse hasta el domingo, cuando el pibe jugaba por la Liga Cordobesa para el club local con los chicos de su edad. Al verlo nuevamente en acción, el dirigente granate no tuvo dudas de que estaba ante un futbolista descomunal. Al finalizar el partido habló con el delantero, un muchacho sencillo pero consciente de su potencial, que le dijo: “No, para hacer una prueba no viajo. Si Lanús me quiere, yo voy con mucho gusto, pero vengan a hablar con el club y arreglen con ellos”.
Ese mismo lunes, sentado frente a Lorenzo D’Angelo y Carlos Bosso, Díaz Pérez llevaba horas tratando de convencerlos de traer al pibe cordobés, pero el Tano finalmente le dijo que no. Él no quería saber nada con los gastos que ocasionaban los futbolistas del interior, a los que además generalmente les costaba mucho adaptarse a la vida en la pensión. Néstor Díaz Pérez dejó la reunión más triste que enojado, porque quería y respetaba a Lorenzo pero también sabía lo que el club se estaba perdiendo y, lo que más le dolía, tenía la certeza de que no iba a poder evitarlo. Con resignación, se acordó que había prometido conseguir un cachorro guardián para su casa y encontró en la veterinaria un ovejero alemán de pocos meses que le pedía con la mirada que lo lleve con él. Esa misma tarde lo presentó al resto de la familia: era un perro alto, atlético, de piernas largas, un animal muy impetuoso que, cosas de la vida, le hizo recordar a la estampa del pibe que había ido a ver a Córdoba y que finalmente no iba a jugar en Lanús. Entonces tuvo una ocurrencia extraña: bautizar al cachorro con el apellido del futuro crack, hasta ahí y apenas por unos meses más, una palabra extraña y desconocida.
Cuando a principios de enero de 1972, Basualdo regresó para sumarse a su división, trajo la mala noticia de que la joven promesa había firmado para uno de los grandes de Córdoba capital. Pronto se olvidó del asunto: Benicio Acosta, el entrenador que había logrado el ascenso Granate del año anterior, lo había sumado al plantel de Primera. El esperado debut de Cacho se produjo recién en la fecha 25ª en Arias y Acha, enfrentando a Gimnasia y Esgrima La Plata, cuando ni Acosta, ni su sucesor, Horacio Amable Torres, seguían en el cargo. Quien le dio la chance fue el preparador físico, Rodolfo Tordecillas, que estuvo tres fechas al frente del plantel hasta la llegada de la dupla Pacha Yácono y Ángel Labruna, cuando Lanús estaba casi condenado a descender. La suerte no estuvo con Basualdo. A los 30 minutos del primer tiempo sufrió un tremendo desgarro que le impidió volver por lo que restaba de la temporada. Y al año siguiente, con Lanús de nuevo en la B, jugó ocho partidos, convirtió un gol y al finalizar el torneo se volvió a Córdoba de manera definitiva. Allí jugó varias temporadas en diferentes equipos de la primera local, hizo el curso de DT, trabajó muchos años como entrenador y aún hoy, a los 64, representa a algunos futbolistas.
“¿Por qué le pusiste ese nombre?”, era la pregunta que en 1972 Néstor Díaz Pérez escuchaba cada día, cuando recibía amigos en su casa o sacaba a pasear a la nueva mascota por su barrio. “Ya te vas a enterar…”, era la invariable respuesta. Mientras tanto el jugador que no pudo traer a Lanús, integrando la delantera de Instituto junto a Osvaldo Ardiles, José Luis Saldaño y Alberto Beltrán obtenía el título de campeón de la Liga Cordobesa de ese año y clasificaba al Torneo Nacional de 1973, en el que luego de convertir 11 goles en 13 partidos, se consagraría como la gran revelación del fútbol argentino de esa década. Y así fue como la familia, los amigos y gran parte del entorno del dirigente, muy pronto se enteraron por qué motivo el perro de Néstor Díaz Pérez se llamaba Kempes.