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jueves, 5 de julio de 2018

El dolor de ya no ser

por Marcelo Calvente

marcelocalvente@gmail.com

Nadie, ni el más optimista de los más de 20.000 fanáticos que se fueron al Mundial de Rusia a alentar a la Selección Argentina mientras aquí en el país el fósforo y la mecha andan coqueteando, puede decir que la temprana eliminación del equipo de Sampaoli fue una sorpresa. Más bien, todo lo contrario. Los cambios de tres técnicos, la angustiosa clasificación, las pésimas actuaciones en los amistosos, la inocultable desorientación del entrenador, la suma de todos los males juntos fueron el preámbulo de una actuación para el olvido. Fue una frustración anunciada que poco tuvo que ver con las anteriores. No hubo mala suerte como en 2002, ni un doping impactante como en 1994, ni un fallo arbitral injusto como en la final del 90, ni un supuesto e incomprobable complot como en 1966. A decir verdad, el paso del equipo nacional por Rusia 2018 estuvo alineado con las peores actuaciones de Argentina en la historia de los mundiales de post guerra, como Suecia 1958, Chile 1962, Alemania 1974 y España 1982. Y a diferencia de aquellas, el contexto auguraba lo que finalmente sucedió: derrota en segunda fase y regreso sin gloria.
Argentina fue desde el inicio de las competencias futbolísticas una potencia mundial en la especialidad. Ya desde 1930 en adelante, después de exhibir su calidad en el Mundial de Uruguay, los players argentinos fueron tentados desde el viejo mundo, tendencia que interrumpió la segunda Guerra Mundial, y que recrudeció después de la reconstrucción de los principales países europeos que participaron de la matanza. A partir de los años 70, el éxodo de jugadores argentinos retomó su antiguo ímpetu, y con el tiempo, a medida que las principales plazas se pusieron más exigentes y se abrieron a otros mercados, miles de
compatriotas comenzaron a desparramarse por el mundo entero para vivir del fútbol. A mediados de los 90, luego del sonado Caso Bosman y de la eliminación de las restricciones para contratar extranjeros, los clubes europeos de primer nivel comienzan a adquirir los pases de las figuras del Cono Sur, y pronto también de otras naciones de Latinoamérica, africanos, balcánicos y europeos del este. De esa manera se vuelve a extender la distancia de los grandes clubes de Europa respecto de los del resto del mundo. A nivel selecciones, comienza a ocurrir lo mismo. Hoy por hoy, el equipo Argentino tiene menos potencial que Alemania, España, Croacia, Inglaterra, Francia, Bélgica, Brasil, Uruguay y tal vez alguno más que ni siquiera clasificó, cómo Italia y Holanda. No lo digo yo, sale de la nacionalidad de los futbolistas que alinean los principales elencos europeos, entre los cuales últimamente los argentinos vienen perdiendo terreno.
Así como la máxima consagración de la Selección fue con Diego, Bilardo y Grondona en México 86, la malaria en lo que respecta a los resultados también se inició con Don Julio en el poder. Del 86 hasta hoy pasaron 32 años, y 25 años desde 1993, en Ecuador, año en que la Selección ganó su última Copa América. Todo lo demás es derrota, e incluye cuatro mundiales con Messi como principal atracción. Subirse a la ilusión y alentar a la Selección fue una manera de vivir el gran evento deportivo que cada cuatro años conmueve al mundo, pero quien suponía que podría llegar más alto fue víctima de una enorme confusión. No había ningún indicio de que algo pudiera salir bien, cuando estaba más que claro que todo se había hecho mal. Los tres partidos del Grupo D y la clasificación ajustada dieron la medida, la eliminación en octavos ante un joven gran equipo como Francia fue la confirmación. El partido fue cambiante: Argentina lo arrancó perdiendo por un penal -producto del desconcierto defensivo- a los 13 minutos de juego. Pero a los 3’ del complemento estuvo arriba en el marcador por 2 a 1. La alegría y la esperanza se esfumaron en menos de diez minutos: a los 12’ empató Pavard de media distancia, y otros diez minutos después todo estaba dicho con dos goles de Mbapeé, el joven de 19 años que aspira a suceder a Messi.
Los periodistas y enviados especiales argentinos no hacen otra cosa que exagerar una furia y una indignación que no deberían sentir, porque éste final era más que previsible. Y a la hora de buscar culpables hay que apuntarles a todos. A los jugadores, que le pidieron a Bauza cambiar de escenario ante Perú y jugar en Boca. A Bauza, que lo hizo público. A Los dirigentes, que se hicieron eco. Otra vez a los jugadores, que pidieron la cabeza de Bauza por ser sincero en medio de tanta mentira y doble discurso, y que por sugerencia de Messi pidieron a Sampaoli. Y otra vez a los dirigentes, temerosos y obedientes, que lo fueron a buscar al Sevilla, pagaron por la rescisión una fortuna, y además le firmaron un contrato indefendible. Lo demás es historia conocida: desde que se hizo cargo, Sampaoli hizo todo mal, adentro y afuera de la cancha. Perdió la brújula de entrada, nunca encontró el equipo, ni el esquema, ni los jugadores, e incluso se comportó mal públicamente: fue filmado despreciando a un servidor público por su baja remuneración. Tan perdido estuvo que en medio del Mundial, después de la paliza de Croacia, los jugadores se hicieron cargo del armado del equipo. Y los dirigentes, para estar a la altura del desastre, si quieren rescindirle el contrato firmado hasta el 2022 deberán esperar hasta que termine la Copa América 2019, que se disputará en Brasil, o pagarle ¡18 millones de dólares! para despedirlo ya. Toda esta secuencia de desatinos alcanza y sobra para entender el resultado de la excursión al Mundial de Rusia.
Argentina alcanzó su techo deportivo en 1986, de la mano del más excepcional futbolista de todos los tiempos, el que no necesitaba a su alrededor más que valientes guerreros. Messi podrá ser más veloz, incluso más hábil, más goleador, pero jamás podrá cargarse a los hombros a su equipo ni motivar a sus compañeros como hacía Diego, aquel hacedor de milagros, cinco veces goleador con Argentinos Juniors, cuatro veces campeón de Italia con el Nápoli, dos veces campeón del Mundo con Argentina. Por él, por sus dos famosos goles contra Inglaterra, en los países asiáticos que fueron colonia británica, como la India y Bangladesh, miles de personas se embanderan de celeste y blanco para hinchar por Argentina. El gran protagonista de la era del color del deporte mundial es 
Diego Maradona, metáfora viviente del fútbol argentino: aquel barrilete cósmico que hoy envejecido, gordo, fumando habanos, exagerando gestos pero vivito y coleando, sigue siendo el mejor del mundo.