por Omar Dalponte
omardalponte@gmail.comSolamente quien alguna vez ha perdido su trabajo sabe que significa para una persona quedar sin la posibilidad de llevar el pan a la mesa familiar. Los días posteriores, para quien queda en total estado de inseguridad suelen ser –son- dramáticos. Al punto que un hombre o una mujer en estado de desesperación puede llegar a tomar las decisiones más terribles como son el suicidio o el asesinato. Quitar a alguien el derecho al trabajo y convertirlo en un desocupado es sumirlo en las profundidades de la miseria arrojándolo al último lugar de la escala social. El patrón que despide o el gobierno que produce cesantías por aplicar políticas inhumanas, condena, en cada expulsado, a tres o cuatro personas a vivir en la necesidad más
extrema. Y esto, lisa y llanamente, es un atentado criminal contra la sociedad. En estos cuatro meses y algunos días de gobierno macrista se habla, ligeramente, de ciento cuarenta mil despedidos como si se comentara un partido de fútbol. Casi matemáticamente podemos afirmar que esa cifra de gente sin trabajo equivale a la desprotección de medio millón de personas que se suman a los millones de desocupados que hoy sufren el drama de la marginación dentro de un país que tiene todo como para que su pueblo viva dignamente. Hay que ponerse en la piel de quien, de la noche a la mañana, padece sobre sus espaldas, en grado superlativo y con toda ferocidad, el castigo del capitalismo.
En nuestra historia hubo momentos extremadamente dramáticos para los trabajadores. Nunca, para el pobrerío, la felicidad fue completa. Pero en determinadas etapas la situación de los de abajo atravesó los límites de lo soportable. Los graves conflictos de principios del siglo pasado, los días horribles de la Semana Trágica, el período de grandes desigualdades de los años veinte cuando los pitucos porteños “tiraban manteca al techo” y los obreros de la Patagonia eran fusilados de a cientos o morían en combate contra el ejército al servicio de los terratenientes, no han sido tiempos de dicha. La década infame que, en realidad fue un período de trece años, además de haber sido tratada en miles de artículos y de libros, quedó crudamente reflejada en letras de tangos como “Pan” o “Al mundo le falta un tornillo” producidos entre los años 1930 y 1943 durante los cuales campeaban el hambre y la miseria.
Los años posteriores al primer peronismo no fueron menos ingratos y las grandes luchas obreras, cuyo punto más elevado fue “El Cordobazo”, no se produjeron porque sí. Ni que hablar de las dictaduras cívico militares y de los diez años de la segunda década infame, padecida en tiempos del menemismo y de la gestión del radical De la Rúa. Ahora, cuando ya pensábamos que las largas noches de horror habían sido superadas por auroras soleadas y el canto al trabajo, la desgracia neoliberal nos empuja nuevamente al abismo. El peronismo, en cambio, siempre ha hecho por el trabajo y el bienestar del pueblo su principal esfuerzo. Fue Juan Perón quien en las veinte verdades peronistas (la cuarta) dejó sentado que “no existe para el peronismo más que una clase de hombres: los que trabajan”. Una de las grandes diferencias que separan al peronismo de las expresiones políticas que de una u otra manera ejecutan las recetas neoliberales es precisamente la valoración del trabajo como uno de principales derechos humanos. Esto lo ha comprendido muy bien gran parte del pueblo que hoy no cederá mansamente el terreno conquistado en la última década y no tolerará –esperamos- regresar a los tiempos de penurias extremas en que el conservadurismo reinaba a su antojo. Que tenga cuidado el macrismo con tensar más y más la cuerda de la tolerancia popular. Si continúa dejando sin trabajo a miles de personas, hambreando al pueblo y entregando nuestra soberanía a los usureros internacionales, puede caerle todo el peso de la justicia popular. Insistimos en citar a Perón: “cuando los pueblos agotan su paciencia suelen hacer tronar el escarmiento”. Ya no hay espacio para retornar a un pasado ignominioso. También deben entender esto los burócratas sindicales que en lugar de defender los derechos de los trabajadores juegan a favor de sus enemigos convalidando cuanta medida antipopular surge de los despachos oficiales. Somos amigos de vivir en paz dentro de las reglas de la democracia, pero atención: con el hambre del pueblo y con los altos intereses de la Patria no se juega. El descontento se nota en las calles. Y el horno no está para bollos.
(*) De Iniciativa Socialista