por Omar Dalponte
omardalponte@gmail.comNoviembre 7. 2015. Pasó una hora de este sábado que recién comienza e intento escribir. Alguien escribió que estas horas de la noche son horas de amor en los sanos y de fiebre en los enfermos. Para mí son horas de desvelo…de soledad..de reflexión. Como todas las horas de todas las madrugadas que dedico al trabajo. Soledad y silencio permiten concentrarse en uno mismo, disfrutar la lectura, acomodar mejor las ideas, esperar que lleguen palabras, ordenarlas y transmitir a través de ellas lo que uno piensa y pretende contar. A veces algunas de esas palabras aparecen y desaparecen, vienen y se
van para luego regresar…o perderse vaya uno a saber dónde. Hoy espero que lleguen esas palabras para poder decir…contar…compartir..
Las busco y no las encuentro. No llegan. Hoy, en medio de una soledad que duele, me cuesta pensar sin bronca. Sumergido en un dolor extraño, odioso y sin palabras recuerdo la voz de Ana. Esa voz extraña, firme, maternal. Ana no habla a los gritos. Dice, relata sus cuentos y enseña sin estridencias. La tarde del lunes 2 de noviembre, telefónicamente, me comunicó la noticia. Dolorida, pero entera. Acongojada, pero serena. Me dijo que Rafaél, su compañero de toda la vida, su amor de siempre, estaba internado en estado grave. Fue el comienzo del fin de una vida que durante años nos acompañó llenándonos de grandeza, de afecto, de calor humano. Y el final llegó tres días después. Ese, para nosotros, trágico jueves. Rafaél del pueblo, Rafaél de todos, el Rafaél qué cada uno de nosotros sintió como propio, decidió partir. El comunista inmenso, ejemplar, coherente, infinitamente bueno se fue físicamente. Nos deja el corazón hecho trizas. Partió sin egoísmos, nos deja todo. Y con ese todo que nos deja nos llena el alma. Su muerte nos causa el dolor que él jamás hubiese querido para nosotros. Es un dolor irremediable. Natural. Así es la vida. Así es la muerte. Pero el dolor no va a poder con nosotros.
En medio de la congoja es casi imposible hallar las palabras. Pero las voy a encontrar. No para escribir la crónica de una muerte inesperada y mucho menos anunciada. Las encontraré para contar parte de una vida que honró la vida. Vida que fue plena, fecunda, admirable. Vida que compartí como compañero y amigo en la militancia. Vida llena de discusiones ardientes, de noches ásperas imaginando acciones y proponiendo ideas para las luchas populares. Vida compartida en mañanas de soñar con soles revolucionarios, frente al micrófono en un estudio de radio o en mateadas interminables. La vida de Rafaél. O mejor: la vida del Rafa. Lo conocí al finalizar la década de 1950. Desde entonces transitamos por el mismo camino. Él desde su comunismo fuertemente asumido. Yo desde mi peronismo casi fanático. Nos juntó la lucha a favor de la enseñanza laica, en la resistencia a las leyes represivas y a las sucesivas dictaduras. Nos hermanó la pelea por la unidad del campo popular, por la construcción de herramientas políticas para enfrentar a las burocracias y a la politquería de baja estofa. Lo acompañé y me acompañó. Y fueron pasando los años. Experiencias políticas, candidaturas, aventuras periodísticas, miles de “cortados” en decenas de bares lanusenses, discusiones en voz alta. Tan en alta voz que alguna vez nos pidieron que vayamos a resolver nuestras cosas en la calle para no perturbar la tranquilidad de la gente. Discusiones calientes que siempre terminaron con un abrazo. Vi crecer a sus hijos y él a los míos. Compartimos la alegría por la llegada de sus nietos y de los míos. Supe cómo se enamoró de Ana. Supe como recibió su diploma de médico con sus hijos pequeños acompañándolo. Supe que recibió su segundo título universitario como licenciado en periodismo, después de haber cumplido los 60 años, ésta vez acompañado de sus nietos. Supe de su amargura cuando no pudo llegar a tiempo, como médico, para salvar a dos chicas que, para zafar de la tortura de los verdugos, habían tragado la cápsula con cianuro. Lo vi actuar con valor inigualable en la defensa de los derechos humanos. Lo escuché hacer tronar su voz potente y campesina en cientos de asambleas.
¨¡Mierda que se murió!!. Aquí está. Sigue estando. Seguirá presente. Como ayer a las puertas de su hospital “Narciso López” cuando, de pasada, lo llevamos para darle el adiós final. Siempre estará presente; como ayer a la tarde en un plenario de la militancia, en el que decenas de compañeras y compañeros lo aplaudieron de pie largamente. ¡Mierda un minuto de silencio!!.. aplausos para vos Rafa!!…con el sombrero en alto de Sandino, con el verbo encendido de Eva, con la rebeldía heroica del Ché, con la proyección latinoamericana de Fonseca. Aplausos para vos Rafa!! a partir de tu última huella y siguiendo adelante también desde la última huella que nos dejó Néstor kirchner. Ya se…ya se…percibo que me estás escuchando y que como tantas veces me vas a decir…¡dejate de joder!..y siento tu abrazo fraternal que me da fuerzas para seguir sosteniendo nuestras banderas. Aunque tenga el corazón hecho trizas…