por Omar Dalponte*
omardalponte@gmail.comEl Peronismo nació de un acto de amor: nació en la calle. Producto de millones de mujeres y hombres enamorados que marchando de cara al sol, gritando hasta quedar afónicos, transpirando deseos de justicia, reclamando el lugar que los poderosos les habían negado, se fundieron en un abrazo con ansias de eternidad, juntaron sus cuerpos, unieron sus labios y juntos, todo lo deliciosamente juntos que pueden estar los seres que se aman, concibieron a este hijo de la vida. El Peronismo nació en la calle y fue recibido por multitudes. Acunado por el canto del pueblo recibió la tibieza de los brazos de obreras y de obreros y entonces fue vestido con la ropa de todos y aprendió a hablar, a gritar, a reírse y llorar con la voz de todos, con el grito de todos con la risa y las lágrimas de todos. Los brazos proletarios lo sostuvieron y le dieron su calor, las manos rústicas y amorosas de los trabajadores lo acariciaron y lo protegieron. Esas mismas manos, y después otras manos, por él levantaron banderas, escribieron páginas heroicas. A veces
con palabras, siempre con hechos. A veces con el fusil. Aquellas miles y miles de almas confiaron a su hijo recién nacido a quien fueron a buscar un día de octubre. A quien supo guiarlo, enseñarle y alimentarlo con su condición de líder enorme. El Juan de los gestos y la voz incomparables. El Juan que necesitó para su alma el fuego del alma de la Eva inmensa. El hijo de la calle y sus padres de la vida lograron, juntos, que en la casa grande llamada Patria hubiese pibes felices, viejos descansando con toda la dignidad que los viejos merecen, que el trabajo fuese una bendición y no un castigo, que la mesa se sirviera para todos. La llama revolucionaria se apagó el 26 de julio de un invierno cruel y lluvioso. Los pájaros con las alas mojadas sin fuerza para levantar vuelo quedaron paralizados en árboles desnudos. El pueblo sin palabras, acongojado, tiritando en esquinas suburbanas, rezando y llorando sintió como la muerte le mataba las ilusiones. Vi rostros apenas iluminados con velas que se consumían sobre piedras en altares improvisados, manos temblorosas con flores arrancadas en los jardines de viviendas humildes. Hubo pena en los ranchos. El dolor fue más dolor en el pobrerío. En mi Lanús la tristeza se instaló en las calles y cada hogar peronista fue un lugar de duelo. La partida de Eva fue un latigazo a los espíritus. La madrecita niña cerró los ojos y llenó de lágrimas los ojos de millones de seres. Y Juan quedó sólo en medio de multitudes. Sólo, en la soledad desgarradora del que no tendría, nunca más, el calor de su compañera. Sólo, con el corazón partido y el deber de seguir siendo padre de los muchos que eran uno sólo: el hijo de la calle. El que nació del vientre de las masas. El que lanzó su primer grito en aquel octubre de plaza llena, de pechos desnudos, de sudor, cantos y esperanzas. 26 de julio de 1952. Día trágico. Día donde la ausencia pretendió ser definitiva. Día de risa de los inmundos renacuajos que rieron en la podredumbre de sus mansiones oligarcas y en los charcos de sus miserias. Fin de una parte de la historia. Principio de otra historia en la cual aquel hijo de la calle, sin madre, asumió definitivamente ser artífice de su propio destino.
En el febrero siguiente de 1953 un colectivero platense de manos callosas levantó de la cuna a su hija recién nacida. Pocos meses habían pasado entre la muerte de Eva y la llegada a la vida de Cristina. El hijo de la calle se multiplicó, agrandó sus arterias, recibió savia renovadora. Y luego fue Cristina más Néstor como fue Eva más Juan, con la misma pasión, con abrazos parecidos en tiempos diferentes. Reverdeció la flor “no me olvides” en el vasito de agua junto al cuadrito con las fotos de Eva y de Juan. Volvió la esperanza en los marginados, de a poco regresó el ruido de las máquinas, el humo en algunas chimeneas, el plato de comida caliente en las noches de muchos que aún soportan fríos hirientes, la inclusión de millones de ancianos que tenían destino de pordioseros. Dejaron de reír los renacuajos en sus peceras de oro, y se amargaron las fiestas de los que gozan en el barro de sus lujos. También apareció actualizado el odio de los que odian que los pobres puedan comer y tengan para dormir una cama bajo un techo digno.
Pero a mitad de camino hacia la recuperación de la alegría de los muchos sin nada, la tragedia de la muerte enlutó otra vez a las multitudes. Y Cristina quedó sola en medio de todos. Sin su otra mitad. Con la tremenda soledad que sufre el que llega a casa y la casa está vacía. Sola, con la necesidad de ser fuerte para evitar el zarpazo de los que odian. Sola, con el recuerdo de aquel joven con pinta de mayo francés que la envolvió en mil abrazos. Con la imagen del hombre enorme con gestos de muchacho que supo enfrentar a las fieras del poder. 26 de julio de 2015. 63 años que partió Eva. Apenas cuatro de la partida de Néstor. Se fueron sin irse. Porque Eva está en las rebeldías populares. Porque Néstor está en la sonrisa y en el canto de los pibes. Porque Cristina es la mujer coraje que aguanta su íntima soledad acompañada por los millones de seres que la amamos. Así es la vida. Así fue, es y será el Peronismo. Con sus pasiones, amores, tristezas, alegrías y destino de grandeza.
(*) Iniciativa Socialista