por Néstor Grindetti
Cuando estuve junto a él, en la primera de una serie de charlas que mantuvimos a lo largo de los últimos tres años, sentí que “algo” había en aquella austera y poco iluminada oficina en donde nos reuníamos. Un escritorio, un par de sillas y dos vasos de agua. Me lo había presentado un amigo, Jorge Triaca, a quien le voy a estar por siempre agradecido.En aquellas reuniones, charlábamos del mundo, del país, de política y de la sociedad. Yo le hacía saber de mi gran preocupación por los problemas sociales y de mis temores sobre los problemas económicos del país que nos llevarían a una crisis social de envergadura. Hablábamos acerca de lo muy desamparados que estaban los pobres en el conurbano, por la ausencia del estado, allí donde más se lo necesitaba. El, con una serenidad y una claridad admirable me daba sus puntos de vista, me aconsejaba. Y así transcurrieron esas charlas, generalmente a la tardecita. Al final de cada encuentro me acompañaba hasta la puerta, me reiteraba a modo de aliento que no bajáramos los brazos y se despedía con su habitual saludo que denotaba y ponía de manifiesto su maravillosa humildad.
El mismo atendía el teléfono y él mismo llamaba cuando quería comentarnos algo. No tenía secretaria. Consideraba que el contacto con el prójimo era esencial. Sabía que la humanidad toda estaba hambrienta de amor y que nuestra sociedad, crispada por decenios de frustraciones políticas, necesitaba una conducción que le llevara bienestar en lo material y paz en lo espiritual.
Salí de cada una de las pocas reuniones que tuve la fortuna de compartir, con mucha serenidad. Aquel “algo” que sentía junto a su presencia se manifestaba en silencios profundos,
reflexiones pausadas, palabras serenas, preocupaciones medidas y fundamentalmente una tranquilidad y una paz que reconfortaba el espíritu. Definitivamente allí había “algo”. Los creyentes diremos q era el Espíritu Santo que rondaba la sobria residencia, los no creyentes dirían que allí había un hombre íntegro, transparente, brillante y de alma pura.
A fin de año llamé para pasar a saludarlo en ocasión de la Navidad. El mismo atendió el teléfono y se disculpó porque estaba emprendiendo un viaje a Italia. Desde su enorme humildad me explicaba la imposibilidad de vernos esa semana y yo sentía vergüenza porque se estuviera disculpando. Quedamos en vernos después de fin de año. Pasaron las vacaciones, tuve algunos temas de trabajo que me ocuparon más de la cuenta y no pudimos encontrarnos. Y ahora será difícil volver a tener aquellas charlas en su austero escritorio. Jorge se transformó en Francisco, el obispo ahora es Papa.
El Espíritu Santo, que sin lugar a dudas ocupaba cada rincón de aquella sala, definitivamente tocó a Monseñor Bergoglio en su corazón y lo elevó a la máxima representación de la Iglesia, como sucesor de Pedro.
Que sea argentino, en mi opinión es lo de menos, dejemos de lado el ego nacionalista y festejemos la llegada al Vaticano de un ser humano especial, capaz de cambiar la Iglesia y el mundo, simplemente desde el amor por el prójimo, desde su espíritu caritativo y humilde y desde una inteligencia superior puesta al servicio de todos los habitantes del planeta.
Doy gracias a Dios por haberlo conocido personalmente, puedo dar testimonio que todas las muestras de simpleza, austeridad y preocupación por los pobres, son legítimas; puedo asegurar que ama a su prójimo, que su humildad y desapego de lo material son proverbiales y que la humanidad tiene frente a sí a un hombre, imbuído de un espíritu y un corazón que pueden transformarla.
Finalmente, me gustaría invitar a todos, cualquiera fuera su credo, a que cumplamos con su habitual pedido cada vez que nos despedíamos. Te acompañaba hasta la puerta, te daba un fuerte apretón de manos y te pedía, humildemente: "Rece por mí".