por Omar Dalponte*
Esta es la primera de una serie de “aportes para la historia escrita que aún le debemos a Lanús”.Quienes pretendendemos aportar elementos para escribir la historia que aún debemos, estamos obligados a echar una mirada previa hacia Avellaneda, territorio al que Lanús perteneció hasta su autonomía en septiembre de 1944.
Avellaneda nació, creció y existirá siempre tal como es. Sin misterios, transparente. Dejando ver todo lo bueno y todo lo malo. La historia del lugar viene de lejos. Mucho antes de la fundación del Partido de Barracas al Sur ocurrida el 7 de abril de 1852.
Ya en tiempos del virrey Juan JoséVertiz ( gobernó desde 1778 hasta 1784) se pensaba en incrementar la población en las zonas cercanas al centro del virreinato siguiendo una política de desarrollo de la economía regional y de colonización de las tierras deshabitadas. A la luz de ciertas comprobaciones parece que los ojos de Juan José Vertiz, el único de los virreyes de origen americano, siempre estuvieron puestos al otro lado del Riachuelo pues, según se afirma en algún trabajo escrito, en Lanús había hecho construir su residencia veraniega (*). Vertiz organizó el primer censo, y comprobada la existencia de 37.600 habitantes en la zona céntrica de la colonia -no pocos para aquella época-no sería desacertado suponer que, en su afán por poblar lo despoblado, ya abrigaba la idea de impulsar un pueblo industrial en el vasto territorio que, a poca distancia se ofrecía con toda su amplitud y generosidad. Pampa y cielo en esa inmensidad geográfica que parecía infinita y en la cual existía escasa población habitando en grandes propiedades, en las chacras o en los caseríos que se iban asentando en las zonas cercanas a los cursos de agua o en las proximidades de los primitivos caminos. Las pulperías y las postas jugaron un rol importante en el desarrollo de los futuros pueblos
pues a su alrededor, como más tarde ocurrió con las estaciones ferroviarias, se fueron plantando ranchos y casas de adobe que con el correr del tiempo transformaron el lugar en poblados que a su vez trazaron sus calles, organizaron manzanas y se dividieron en barrios.
Pero la cosa venía desde mucho antes. En 1611 se creó el partido de Magdalena y ya en los tiempos de Juan de Garay ( 1580 en adelante) se había efectuado un reparto importante de tierras. Datos extraídos de diversos materiales nos dicen que para el año 1666 alrededor de 200 familias de la comunidad de los kilmes (quilmes) trasladadas desde la provincia de Tucumán, se establecieron un poco más al sur de lo que hoy es Avellaneda. Se supone que este grupo de personas perteneciente a una comunidad originaria, formó a partir de su establecimiento en la Reducción de la Santa Cruz de los Kilmes, el primer poblado al sur del Riachuelo. El incremento de esa población, producto de la mezcla entre originarios, criollos y también europeos llegados a estas costas por distintos motivos, trajo aparejado -como hemos señalado- el asentamiento de caseríos en un territorio donde ya se hallaban grandes estancias productoras y acopiadoras de frutos del país, chacras y saladeros de cueros cuyo funcionamiento podía ser rudimentario en algunos casos y en otros con métodos más avanzados. Así fueron naciendo los futuros pueblos, en medio de una geografía tan grande como generosa. Investigaciones prolijas, basadas en documentación que merece ser tenida en cuenta, nos permiten repetir que no pocos europeos arribaron a estos lados no sólo por haber integrado las expediciones colonizadoras, sino, también, como parte de los grupos dedicados al contrabando y la venta de esclavos. Probablemente, en estas tierras vírgenes en las que finalmente decidieron quedarse, más de un contrabandista y de algún traficante de negros habrán visto la posibilidad de emprender una nueva vida. Por lo tanto no es de extrañar que apellidos de muchas de nuestras familias hayan sido heredados de aquellos piratas o negreros.
(Continuará)
(*) Director del Museo Piñeiro